Texto de Machado. La narrativa seriada.
La narrativa seriada
En A televisão
levada a sério, Senac, São Paulo, 2000
Traducción de Julio Encina para la Cátedra Estructuras
Narrativas Audiovisuales – Kaufman, Diseño de Imagen y Sonido, FADU, UBA.
Como es sabido, la programación televisiva se concibe muy
frecuentemente en forma de bloques de duración variable de acuerdo con cada
modelo de televisión. En general, los bloques en la televisión comercial tienen
una duración menor que los de la televisión pública, por la obvia razón de que
necesitan vender más espacios comerciales. Normalmente, la emisión diaria de un
determinado programa está constituida por un conjunto de bloques, pero ella
misma es un segmento de una totalidad mayor –el programa como un todo- que se
desarrolla a lo largo de meses, años y en algunos casos hasta décadas, bajo la
forma de ediciones diarias, semanales o mensuales. Vamos a llamar «serialidad» a la presentación discontinua y fragmentada del sintagma televisivo. En el caso específico de las
formas narrativas, las líneas argumentales
generalmente se estructuran bajo la forma de capítulos o episodios, cada
uno de los cuales se emite en días u horarios diferentes, subdivididos, a su
vez, en bloques menores separados unos de otros por cortes comerciales o
adelantos de otros programas. A menudo, estos bloques incluyen, al principio,
una breve contextualización de lo sucedido hasta ese momento (para refrescar la
memoria o informar al espectador que no pudo ver el bloque anterior) y, al
final, un «gancho» de tensión que
intenta mantener el interés del espectador hasta la vuelta de la serie después
del corte, o al día siguiente. Los episodios de la serie «Twin Peaks» de David Lynch (1990-91), por ejemplo, comenzaban siempre
con un rápido racconto de los episodios anteriores y terminaban invariablemente
en el momento más inquietante.
En la televisión, existen básicamente tres tipos
principales de narrativas seriadas. En el primer caso, tenemos una narrativa
única (o varias narrativas entrelazadas y paralelas) que se sucede(n) más o
menos linealmente a lo largo de todos los capítulos. Es el caso de las telenovelas
y algunos tipos de series o miniseries. Este es un tipo de construcción teleológica, pues se resume
fundamentalmente en un (o más) conflicto(s) básico(s) que establece(n) al principio
un desequilibrio estructural y toda la evolución posterior de los
acontecimientos consiste en las tentativas por restablecer el equilibrio
perdido, objetivo que, en general, sólo se consigue en los capítulos finales.
En el segundo caso, cada emisión es una historia completa y autónoma, con
principio, medio y fin, y lo que se repite en el siguiente episodio son apenas
los mismos personajes principales y una situación narrativa similar. En este caso, tenemos un prototipo básico que
se multiplica en variantes diversas a lo largo de la existencia del programa. Es
el caso de los seriados –por ejemplo, el célebre «Malu Mulher» (1979-81)- y de
los programas humorísticos del tipo «Monty
Python´s Flying Circus» (1969-74). En esta modalidad, un episodio no tiene
conexión con los anteriores ni interfiere con los posteriores: el personaje
principal puede aparecer herido al final de un episodio o el villano ir a parar
a la cárcel, pero en el episodio siguiente no hay más rastros de las heridas ni
el villano continúa preso. El caso más absurdo es la serie animada «South Park», dirigida por Trey Park
desde 1998, en el que un personaje, Kenny, muere en todos los episodios, pero
siempre vuelve a aparecer vivo en los episodios siguientes. En este tipo de
estructura, al contrario de la modalidad anterior, no hay un orden en la
presentación de los episodios: se los puede invertir o emitir aleatoriamente,
sin que se modifique la situación narrativa. Finalmente, tenemos un tercer tipo
de serialización, en el que lo único que se preserva durante los episodios es
el espíritu general de las historias, o la temática; sin embargo, en cada
unidad, no solamente la historia es completamente distinta de las otras, sino
también los personajes, los actores, los escenarios y a veces hasta los
guionistas y directores. Es el caso de
todas aquellas series en las que los episodios tienen en común solamente el
título genérico y el estilo de las historias, pero en las que cada unidad es
una narrativa independiente. La serie «Viaje
a lo desconocido» («The Outer Limits»,
1963-64), por ejemplo, está formada por episodios en los que lo único en común
es la presencia de monstruos extraterrestres, ya sean insectos gigantes,
microorganismos parásitos o rocas inteligentes. En la misma categoría se podría
encuadrar también la serie brasilera «Comédia
da vida privada» (1995-97), en la que las distintas historias mensuales
solamente tienen en común el hecho de hacer
hincapié en la vida doméstica y el eterno conflicto entre el hombre y la mujer
(además de los audaces estilos de las puestas en escena y edición). En este
libro, siguiendo principalmente las sugerencias de Renata Pallottini,
adoptaremos, cuando sea pertinente, la terminología siguiente: vamos a llamar capítulos a los segmentos del primer
tipo de serialización, episodios seriados
a los segmentos del segundo tipo, y episodios
unitarios a las narrativas independientes del tercer tipo.
Naturalmente, los tres tipos de narrativa a veces se
confunden. Las telenovelas brasileras pertenecen, sin lugar a dudas, a la
primera modalidad, o sea, la(s) historia(s) que se inicia(n) en el primer
capítulo se desarrolla(n) teleológicamente a lo largo de toda la serie, hasta
el desenlace final en los últimos capítulos, pero cabe la posibilidad de que
continúe(n) indefinidamente -siempre que los índices de audiencia se mantengan
altos- repitiendo ad infinitum las
mismas situaciones o creando otras nuevas. Esto significa que las telenovelas
incorporan también características de las series. Por otro lado, existen series
en las que, a pesar de poder identificarse una estructura básica de episodios
independientes (lo que permite verlas en cualquier número u orden), hay una
situación teleológica, un inicio que explicita las razones del conflicto o los
conflictos y una especie de objetivo final que orienta la evolución de la
narrativa. Aquí también la serie puede desdoblarse hasta el infinito, mientras
tenga audiencia, pero hay un episodio inaugural que explica el contexto de la
serie y hasta es posible que, en algún momento, los realizadores resuelvan dar
un punto final a la historia, haciendo que los personajes alcancen una meta
prefijada. La situación básica de la serie «Malu
mulher», por ejemplo, se explica en el primer episodio: el conflicto
conyugal, la separación de la pareja y el trauma de la hija. Todos los demás
episodios serán derivaciones del hecho de que Malu debe iniciar una nueva vida
sola y lidiar al mismo tiempo con el trauma de la hija. En la serie «El fugitivo» (1964-67), la situación
básica se presenta también en el primer episodio: el doctor Richard Kimble,
acusado erróneamente de haber matado a su esposa, pasa los días huyendo
interminablemente de la policía y tratando de encontrar al verdadero asesino,
antes de ser capturado. Cada uno de los episodios siguientes será una variación
en torno de la fuga y de la investigación del crimen. Finalmente, tres años
después del inicio de la serie, se revela el crimen y el mismo policía que
perseguía a Kimble fusila al asesino y, de esta manera, finaliza la narrativa.
Hay varias explicaciones acerca de las razones que hicieron
que la televisión adoptase la serialización como la forma principal de
estructuración de sus productos audiovisuales. Para algunos, la televisión,
mucho más que los medios anteriores, funciona según un modelo industrial y
adopta como estrategia productiva las mismas prerrogativas de la producción en
serie que ya estaban vigentes en otras esferas industriales, sobre todo la
industria automovilística. La necesidad de alimentar con material audiovisual
una programación ininterrumpida habría exigido que la televisión adoptara modelos
de producción a gran escala. Este tipo de producción está basado en la
serialización y la repetición infinita de un mismo prototipo. Así, es posible producir un número bastante
elevado de programas diferentes utilizando siempre los mismos actores, los
mismos escenarios, los mismos decorados y una única situación dramática. Mientras que productos como los libros, las
películas y los discos se conciben como unidades más o menos independientes,
que tardan un tiempo relativamente largo en ser producidos, el programa de
televisión se concibe como un sintagma patrón que repite un modelo básico
durante un cierto tiempo, con variaciones más o menos significativas. La
velocidad y la racionalización de la producción propias de este medio son una
consecuencia del hecho mismo de que la programación televisiva constituya como
un todo un flujo ininterrumpido de material audiovisual, transmitido a toda
hora durante todos los días de la semana, y también del hecho de que buena
parte de la programación esté formada por material en vivo, que no se puede
editar posteriormente.
La tradición parece demostrar que un cierto «trozamiento» de la
programación permite agilizar la producción (el programa se puede emitir mientras
aún se está produciendo) y también responder a las demandas de los diferentes
segmentos de la audiencia. Pero es necesario puntualizar que no fue la
televisión la que creó la forma serializada de la narrativa. Esta ya existía antes
en las formas epistolares de la literatura (cartas, sermones, etc.), en las
narrativas míticas interminables («Las
mil y una noches»), después tuvo un gran desarrollo mediante la técnica del
folletín, utilizada en la literatura publicada en los periódicos del siglo XIX,
continuó con la tradición del radioteatro y conoció su primera experiencia
audiovisual con las series cinematográficas.
En realidad, fue el cine el que suministró el modelo básico de
serialización audiovisual del que hoy se vale la televisión. La serie nace en
el cine alrededor de 1913, como una consecuencia de los cambios que se estaban produciendo
en el mercado de las películas. En esa época, una parte importante de las salas
cinematográficas aún estaba constituida por los viejos nickelodeons, que solamente
pasaban cortometrajes, entre otras razones porque el público asistía a las
proyecciones de pie o sentado en incómodos bancos de madera sin respaldo. Los
largometrajes (feature films), que
comienzan a surgir en la misma época, solamente podían exhibirse en las salas de cine, más cómodas y más caras,
aunque numéricamente todavía poco importantes.
Las películas en serie permitían contemplar al mismo tiempo
las demandas de los dos tipos de audiencia: eran películas de duración más larga,
que podían exhibirse en salas de cine destinadas a la clase media, pero que
también podían exhibirse en partes en los nickelodeons,
que concentraban al público más pobre de la periferia. La forma básica del
género se forjó a partir de series cinematográficas como «Fantomas» (1913), de Louis Feuillade, y «The Perils of Pauline» (1914), de Louis Gasnier, basadas a su
vez en folletines periodísticos. Se trataba de películas concebidas, tal como
las series de televisión, a escala industrial, rodadas al mismo tiempo que se
exhibían las partes anteriores y capaces de absorber las circunstancias de la
producción. Por ejemplo, muchas de las partes del clásico «Les vampires» (1915-16), de Feuillade se improvisaron en estudio,
con el guión inventado en el momento sin que nadie supiera cómo terminaría la
historia. El plot es completamente
anárquico: muchas situaciones no tienen continuidad, hay una serie de
acontecimientos no explicados, algunos personajes mueren súbitamente (porque
los actores que los personificaban habían sido despedidos), algunos muertos
resucitan pocos episodios después de morir: todo esto, que en los inicios del
cine aparecía como una falta de organización propia de aficionados, iba a ganar
con la televisión una expresión industrial y una forma significante.
Pero, independientemente de la conexión histórica, también
existen razones intrínsecas al medio que condicionan a la televisión a una forma
de producción seriada. La recepción de la televisión se da, en general, en
espacios domésticos iluminados, en los que el medio ambiente circundante compite
directamente con la pantalla chica y desvía la atención del espectador al
requerir con frecuencia su atención. Esto significa que la actitud del
espectador con respecto al enunciado televisivo suele ser dispersa y distraída
la mayoría de las veces. Frente a estas restricciones, el producto televisivo
se ve obligado a tener en cuenta las condiciones de recepción y esta presión
acaba por impactar sobre la forma expresiva. Un producto adecuado a los modelos
corrientes de difusión no puede adoptar una forma lineal, progresiva, con
efectos de continuidad rígidamente estructurados como en el cine, pues el
espectador perdería el hilo cada vez que su atención se desvíe de la pantalla
chica. La televisión consigue mejores
resultados cuando su programación es del tipo recurrente, circular, con
reiteración de ideas y sensaciones en cada plano nuevo, y también cuando se
embarca en lo disperso, organizando el mensaje en cuadros fragmentarios e híbridos, como en un collage.
Hay que considerar también la incorporación de los cortes a
la estructura de la obra. El «corte comercial» surgió, muy probablemente, por
razones de naturaleza económica, impuesto por las necesidades de financiamiento
de la televisión comercial. Tal vez esa sea la razón por la que es tan mal
comprendido (hasta hace poco, los franceses lo llamaban, peyorativamente, sausissonage, «trozamiento» del programa,
como si fuese una salchicha). Pero su función estructural no se limita apenas a
una restricción de naturaleza económica. También posee un papel organizador muy
preciso, que es el de garantizar unos instantes de «respiro» para absorber la
dispersión y, por otro lado, explorar ganchos de tensión que permitan despertar
el interés de la audiencia, conforme al modelo de corte con suspenso explotado
en la técnica del folletín.
La mejor prueba de esto es el hecho de que hasta incluso
las emisoras estatales –que no dependen de la publicidad para mantenerse-
utilizan el recurso de los cortes en su programación. De acuerdo a Balogh, los
ganchos típicos para la división de bloques están dados por los momentos de
riesgo o decisión del relato, o los momentos más tensos en el plano pasional2.
La autora cita el caso de los momentos de suspenso y tensión en la conquista
amorosa entre Riobaldo y Diadorim, en la adaptación televisiva de «Grande
sertão: veredas»
(1985), dirigida por Walter Avancini. Como se trata de una aproximación difícil
(un caso de homosexualidad entre jagunços ),
cargada de erotismo, prohibición, sentimiento de culpa y distanciamiento
físico, se tiene una situación ideal para extraer de ella varios ganchos de
tensión. Al seccionar el relato en el momento preciso en el que se forma una
tensión y en el que el espectador más quiere la continuación o resolución, la
programación televisiva excita la imaginación del público. Así, el corte y el suspenso emotivo abren
brechas para la participación del espectador, invitándolo a prever el
desarrollo posterior de los acontecimientos.
Si los intervalos que fragmentan un programa de televisión
se suprimieran y los capítulos diarios se colocaran en continuidad en una misma
secuencia, el interés en el programa probablemente caería de inmediato, ya que
fue concebido para ser decodificado por partes y en simultáneo con otros
programas. Nadie soportaría una miniserie o telenovela que se presentara de una
sola vez (aún si se lo hiciera en forma compacta), sin interrupciones y sin los
nudos de tensión que el corte hace posibles.
En cierta ocasión, le pidieron a Bob Wilson que presentase en una sala
abierta su «Video 50» (serie de
cortísimos sintagmas televisivos destinados a insertarse aleatoriamente en los
cortes de separación de los bloques de los programas). El artista, sin embargo, se rehusó, alegando
que su trabajo había sido pensado y realizado para la televisión, de manera que
la recepción tenía que ser necesariamente bloqueada, discontinua y distraída,
como lo requiere la pantalla chica. De esta manera, no tenía sentido enmendar
los fragmentos y exhibirlos con continuidad en una sala pública como es el
cine.
Lorenzo Vilches define la serialización como un conjunto de
secuencias sintagmáticas basadas en una alternancia
desigual: cada episodio nuevo repite un conjunto de elementos ya conocidos
que forman parte del repertorio del receptor, al mismo tiempo que introduce
algunas variantes o incluso elementos nuevos3. En la producción
comercial más banal (los llamados «enlatados"), los esquemas narrativos
que se repiten suelen ser estereotipos, prototipos elementales o patrones
simples y previsibles, que pueden adaptarse fácilmente a los modelos de Propp o
de Bremond4. En esta modalidad productiva más banal, los patrones
narrativos acostumbran a ser rígidos e inmutables, con poco espacio para la
improvisación, la variación o el desvío de la norma. Pero bajo condiciones de
producción más privilegiadas, es posible encontrar estructuras seriadas
realmente interesantes, en las que la repetición se vuelve una especie de
música minimalista: la condición inaugural de una nueva dramaturgia. El éxito
reciente de la serie norteamericana «Los
expedientes X» («The X- Files»,
1993-95), creada por Chris Carter, está bastante relacionado con un intento de «desempolvar»
el formato serie: la puesta en escena es
más imaginativa, el guión prevé la vacilación, la ambigüedad y lo imprevisto,
los actores ya no aparecen como robotizados, la pareja de detectives que
conduce las historias presenta una mayor densidad psicológica, mostrándose
capaz de sentir miedo o repugnancia e incluso llorar en los momentos de
impacto.
En realidad, repetición no significa necesariamente
redundancia. Es, por el contrario, el
principio organizador de varios sistemas poéticos. Peter Kivy, en su libro «The Fine Arts of Repetition» (1993), ve
en la repetición la forma íntima más profunda de la música, comparable
solamente con la repetición de patrones en el arte de la tapicería, ya Yuri
Lotman entendía el verso poético como un discurso de repeticiones (fonológicas,
rítmicas y también como un recurso para la producción de sentido)5.
Al discutir la serialización en las historietas, Umberto Eco observa que el
flujo continuo de variaciones sobre un mismo esquema básico posibilita crear
una especie de poésie interrompue cuya
fuerza no se puede descubrir a través del contacto con solamente una, dos o
diez historias:
«Es preciso haber
penetrado a fondo en los caracteres y en las situaciones, porque la gracia, la
ternura o la sonrisa nacen sólo en la repetición, infinitamente cambiante, de
los esquemas, nacen de la fidelidad a la inspiración básica, y exigen al lector un acto continuo y
fiel de simpatía»6
Omar Calabrese, por su parte, rechaza el lugar común que
considera a lo repetitivo y serial como lo contrario de lo original y lo
artístico, y afirma que la producción seriada de la televisión nos permite
pensar en una cosa viva, una especie de «estética de la repetición», que se
basa en la dinámica que brota de la relación entre los elementos invariables y
los variables7.
Esta «estética de la repetición» ocurre en una variedad
casi infinita de posibilidades, pero a los efectos de un estudio más genérico,
vamos a agrupar las tendencias predominantes en tres categorías: las que se
fundan en las variaciones en torno de un
eje temático, aquellas basadas en la metamorfosis
de los elementos narrativos y las que están estructuradas a partir de un entrelazamiento de situaciones diversas.
En el primer caso, podemos situar todos aquellos ejemplos de narrativas
seriadas que intentan extraer lo máximo del juego entre variables e invariables
a lo largo del proceso de repetición. En este sentido, Calabrese recuerda la
serie norteamericana «Columbo»
(1972-79), que tiene un único personaje principal –el detective que da nombre
la serie- y una situación básica rígidamente establecida e infinitamente
repetida: un crimen casi perfecto, el ocultamiento de las pruebas, la
competencia entre la inteligencia del criminal y el investigador, el
descubrimiento de un error minúsculo del culpable y el desenmascaramiento final8.
El interés de la serie está justamente en promover variaciones sutiles en torno
de este eje temático aparentemente estático. En verdad, cada episodio es
realmente un ejercicio de variaciones diegéticas y estilísticas en torno del
tema central, siempre bajo la responsabilidad de directores diferentes (algunos
nombres relacionados con la serie son bastante significativos, como John
Cassavetes y John Boorman, por ejemplo), casi como si fueran puestas diferentes
de la misma historia.
Las series que adoptan la estructura de episodios unitarios
suelen pertenecer, generalmente, a esta categoría. «Viaje a lo desconocido», por ejemplo, es una colección de historias
completamente diferentes entre sí, pero en las que se repite siempre la misma
estructura básica: La Tierra
(es decir, los EE.UU.) es invadida por seres alienígenos y la peripecia
consiste en descubrir las formas de destruirlos o devolverlos a sus territorios
de origen. En realidad, esta serie transformó en metáfora narrativa el miedo
real e inexpresable del ciudadano común norteamericano a una agresión externa,
sobre todo del mundo comunista, durante los peores momentos de la Guerra Fría. Pero la serie hace
referencia también a otro terror reprimido: el miedo a la propia televisión.
Como ya había sucedido antes con los otros medios (el libro y el cine son los
mejores ejemplos), el surgimiento de un medio nuevo como la televisión provocó,
en sus primeros tiempos, reacciones de pánico e incerteza expresadas bajo la
forma de visiones apocalípticas de un mundo centralizado y dominado por este
medio. «Viaje a lo desconocido»
explora, no sin un dejo de perversidad, las inquietudes generadas por la propia
televisión. La imagen de apertura del
programa era en sí un verdadero hallazgo en términos de autoreferencia
perversa. La imagen en pantalla –en realidad, apenas el patrón gráfico
utilizado en las emisoras para probar y calibrar la imagen- comienza a
distorsionarse, salirse de foco y descentralizarse, los controles vertical y
horizontal colapsan, mientras la voz de un locutor dice:
«There is nothing wrong with you television set. Do not attempt to
adjust the picture. We are controlling transmission. We will control the
horizontal. We will control the vertical. For the next hour, sit quietly and we
will control all you see and hear. You are about to experience the awe and
mystery that reaches from the inner mind to the Outer Limits» (Nada le está sucediendo a su televisor. No intente ajustar la imagen. Ahora
nosotros controlamos la transmisión. Controlamos el horizontal y el vertical.
Durante la próxima hora controlaremos todo lo que vea y escuche. Está a punto
de experimentar el vértigo del misterio que se expande desde lo mas profundo de
su mente hasta mas allá de la imaginación) (trad. de la versión
latinoamericana)
En aquella época (la serie se inició en 1963), las
transmisiones de televisión eran muy precarias. Con frecuencia, la imagen se
distorsionaba por causas técnicas de lo más variadas y había siempre un locutor
de guardia para anunciar que la emisora estaba con problemas de transmisión y que
la señal se restablecería en poco tiempo. «Viaje
a lo desconocido» saca provecho de esta precariedad técnica de la primera
televisión y la asocia de forma muy astuta al terror orwelliano de una sociedad
dominada por la televisión. Lo más interesante de esta serie (que tuvo varios
episodios dirigidos por Byron Haskin) es
la increíble galería de monstruos que crea en sus episodios: figuras imprecisas
y distorsionadas que sacan el mayor provecho posible de la inestabilidad
iconográfica de la televisión de los primeros tiempos.
En el episodio inaugural de la serie –«The Galaxy Being» (1963),
dirigido por Leslie Stevens- aparece un mensajero de una estación de radio,
Allan Maxwell, que en sus horas libres intenta captar señales televisivas del
espacio y acaba sin querer teletransportando a la Tierra a un alienígena de
la galaxia Andrómeda. Después de materializarse en un aparato de televisión
afectado por toda clase de estática interestelar, el extraterrestre aparece
como una criatura translúcida, una especie de monstruo-luz de formas
indefinidas, que sufre continuamente de distorsiones de toda especie, como si
no estuviese «bien sintonizado». Los demás monstruos que invadieron las casas
de los telespectadores a lo largo de los dos años siguientes (en la primera
fase de la serie) no lucían muy distintos en términos de definición plástica:
eran monstruos «de la televisión», cada uno de ellos una variación en torno de
la capacidad de transformación iconográfica de la televisión de los primeros
tiempos y acerca del tema de los peligros que llegaron a través del tubo
iconoscópico9.
El segundo modo de serialización –la metamorfosis de los
elementos narrativos- está bien ejemplificado por Calabrese en el análisis que
hace de la serie norteamericana «Bonanza»
(1960-73), con varios episodios dirigidos por Robert Altman. Los elementos
invariables de la serie corresponden a la iconografía básica del western tal
como la cristalizó el cine: vaqueros, aldeas, saloons, bailes en la plaza, ganado, corridas en las praderas,
indios, agresiones físicas, tiroteos, música country y duelo final. De a poco se introducen algunas variaciones
que diversifican la monotonía inicial: aparece un boxeador de Inglaterra, un
japonés que no consigue integrarse al grupo, un pariente quijotesco de México, un
pistolero que se queda ciego y otros. En el plano temático, los papeles que
personifican el bien y el mal van sufriendo una redefinición continua a lo
largo de la serie. En el episodio «Desert
Justice» (dirigido por Lewis
Allen), por ejemplo, se descubre que David Walker, un tradicional amigo y
compañero de lucha de los Cartwright, es un asesino forajido de la justicia. De
esta manera, los valores clásicos del western, que aparecen en su forma típica
en los primeros episodios, van sufriendo revisiones en los episodios
posteriores hasta redireccionar completamente la narrativa10.
Además, tenemos aquí una situación ficcional más afín a una
estructura seriada que a un patrón narrativo del tipo clásico en el sentido
aristotélico del término. La línea argumental es básica: acompaña la saga de la
familia Cartwright, propietaria del rancho «La Ponderosa», en Virginia
City, Nevada, compuesta básicamente por
Ben, el padre, y los hijos Adam, Hoss y Joe, y narra las vicisitudes que la familia
debe enfrentar al tratar con bandidos e indios o la ayuda que prestan a otros colonos en peligro. No se sigue una trama lineal, no se alcanza un
objetivo final (salvo la autopreservación de la familia), sino que hay un
mecanismo interno de mutación que modifica la situación de los personajes entre
un episodio y otro, exigiendo que el espectador reconsidere permanentemente su
conocimiento y apreciación de la historia. De repente, el menor de la familia, «Little
Joe», se apasiona por una vecina, lo que produce en la audiencia un cierto suspenso,
ya que, si se casa, ciertamente va a formar una nueva familia, rompiendo la
unidad familiar anterior que hasta ese momento garantizaba la unidad de la
serie. Pero después, mediante la introducción de un problema nuevo, el romance
se corre del centro de la historia: la chica de la cual Joe está enamorado es
sordomuda y tiene dificultades de comunicación. El episodio –«Silent Thunder», uno de los mejores
entre los que dirigió Robert Altman- se concentra, la mayor parte del tiempo,
en la tentativa del joven Cartwright por enseñar el código de comunicación de
los sordomudos a la chica. Si bien la presencia de un rival en la disputa por
la mujer produce un cierto conflicto marginal, el episodio ya no guarda más que
pálidos vestigios de la temática clásica del western. Así, cada semana, sucede
algo que modifica (o amenaza modificar) el rumbo posterior de los
acontecimientos, la memoria de los episodios anteriores o la propia unidad
temática y estilística de la serie. En consecuencia, se esboza a lo largo de
toda la serie una vaga promesa de continuidad y progresión, aunque cada
episodio continúe manteniéndose más o menos independiente de los otros, lo que
hace posible que el espectador ocasional pueda seguirlos sin problemas. En palabras
de Calabrese, «Bonanza» consigue
crear varios desniveles narrativos y temporales: «la historia que acaba en cada
episodio, la historia abierta de la serie y un modelo intermedio que consiste
en una historia abierta durante un número definido de capítulos»11.
En lo que respecta a las metamorfosis internas de los
mecanismos de serialización, es imposible dejar de citar una serie brasilera
bastante innovadora, «Armação ilimitada»
(1985-88), realizada por la Rede Globo
bajo la dirección general de Guel Arraes. Entre sus virtudes, la serie se
distingue por su inmensa capacidad de transformación (nunca es la misma en cada
nuevo episodio) y por su capacidad voraz de «deglutir» antropofágicamente todos
los otros formatos televisivos, para devolverlos bajo la forma de parodia.
Comparado con otras series brasileras de la misma época –«Malu mulher», «O bem amado», «Carga rápida», «Plantão de polícia», «Amizade
colorida», etc.- el programa aparece nítidamente como una serie atípica por
la manera en la que juega con los esquemas de la producción seriada. Por un
lado, hay una estructura fuertemente repetitiva, basada en un cuarteto básico
un poco estereotipado –Juba y Lula, prototipos de los «garotões» deportistas
ligeramente alienados, Zelda, la periodista protofeminista, Bacana, el «menor
abandonado» al que nada le falta –y por el otro, en las peripecias en torno de
la administración de la extraña y sospechosa comunidad/empresa «Armação
Ilimitada». Pero el tono farsesco de la serie arrasa con todos los principios
de estabilidad, lo que garantiza una variabilidad infinita de combinaciones
iconográficas, temáticas y narrativas. Según el rumbo que siga(n) la(s)
trama(s), Zelda puede aparecer tanto como un ama de casa fea y desarreglada,
una intelectual vetusta y estrábica, una
vamp sensual e irresistible y hasta una Iracema alencariana
(en el episodio «Programa de índio»).
Uno de los personajes más desconcertantes es el del camaleónico «jefe» de
Zelda, el editor del periódico «Correio
do Crepúsculo». Cada vez que aparece, en cada bloque o episodio, su
personalidad cambia completamente: puede parecer rígido y autoritario como un
dictador o dócil y sumiso como un perrito faldero o bien dar la impresión de
estar enamorado de Zelda y hacer todo por ella, o tratarla cruelmente, como a
la más insignificante de las empleadas. A veces, se transforma también
visualmente: en un cerdo, una flor o una marioneta, de acuerdo con el tono del
bloque o del episodio. Además, el estilo narrativo de la serie es bastante
indefinido, lo que le permite variar todo el tiempo entre un sinnúmero de posibilidades
estilísticas. Por momentos, la narrativa se desarrolla como si fuese un
programa de radio (las continuas interrupciones de Black Boy, el
locutor-narrador de los primeros episodios), algunas veces como una chanchada o programa de auditorio, otras
veces como una parodia ligera de las series norteamericanas (los episodios «Meu amigo Mignum» y «A dama de couro»), y no es inusual que
se apropie de elementos formales de la telenovela, el noticiero, el videoclip,
la ciencia ficción (el bebé Zeldinha, fruto de la relación entre Ronalda Cristina
y un extraterrestre) y citando
explícitamente otros programas de la Rede Globo y de toda la historia audiovisual.
Finalmente, una tercera tendencia de las narrativas
seriadas consiste en construir un entrelazamiento de un enorme número de
situaciones paralelas, lo que genera una compleja trama de acontecimientos no
necesariamente integrados. Si bien esta manera de generar una narrativa se
puede encontrar también en la literatura y el cine, fue sin duda la televisión
la que le dio su mayor continuidad, debido principalmente a la larga duración
de los programas que hizo inevitable la existencia de las tramas paralelas, y
debido también a las características del proceso productivo (la producción se
da al mismo tiempo que la recepción, o con una diferencia pequeña), que permite
incorporar al programa situaciones aleatorias y demandas de la audiencia a
través de la expansión, ajuste o supresión de las tramas paralelas.
Parece que fue «Hill
Street Blues» (1981-89), una significativa serie policial norteamericana
creada por Steven Bochco y Michael Kozoll, la que introdujo en la televisión la
estructura de narrativas múltiples entrelazadas, con una galería bastante
extensa de personajes y un abanico más complejo de situaciones diegéticas que
incluía historias más cortas (que comenzaban y acababan en el mismo episodio) o
historias más largas (que atravesaban varios episodios cuando no años enteros
de la programación), y hasta incluso historias que permanecían abiertas, sin que
se llegara a un desenlace en ninguno de los episodios. El propio modo de generación narrativo
favorecía la superposición temporal
de las diversas tramas paralelas: cada episodio se concentraba en un día
completo de la vida de los habitantes del barrio de Hill Street, tal como se
reflejaba en la rutina de la comisaría local, con sus diversas peripecias
paralelas y entrelazadas. El grado de complejidad de las diversas tramas se
puede medir por el modo de caracterización de los personajes: policías y
bandidos, ciudadanos comunes y marginales, los que viven bien integrados y
aquellos que rompen con las normas, todas categorías vagas e indiscernibles. Estar
de un lado o del otro es apenas una cuestión de tiempo y circunstancia.
Pero el mejor ejemplo de esta tendencia puede ser la
atormentada y perturbadora serie dinamarquesa «Riget» (parte I: 1994, parte II: 1997), dirigida por Lars Von Trier
y Morten Arnfred. La serie está ambientada en un siniestro hospital de
Copenhague conocido como Riget (el reino), que es escenario de extraños
acontecimientos. Una ambulancia vacía estaciona todos los días frente al
edificio, un fantasma frecuenta la sala de cirugía, se oyen gritos en el
ascensor, una médica embarazada aborta un feto que, después de tres meses de gestación,
ya es un hombre adulto y monstruoso. A lo largo de la serie de ocho capítulos
(agrupados en dos partes) se descubre que el Dr. Krüger, uno de los fundadores
del hospital, asesinó a su propia hija ilegítima y colocó su cuerpo en un
frasco para utilizarlo en experiencias médicas; los médicos realizan
investigaciones prohibidas en seres humanos; hay tráfico de órganos en los
corredores laberínticos de la institución; una niña entra en estado vegetativo
por un error médico; las ratas se escapan del laboratorio y se adueñan del
sótano. La galería de personajes es
extensa y aterradora: un arrogante profesor sueco, el Dr. Stig Helmer, que odia todo lo que esté
relacionado con el mundo dinamarqués y de quien se sospecha que abandonó su
país para evadir la acusación de haberse apropiado de las investigaciones de un
alumno; una tal Madame Drusse, en realidad una médium que se hace pasar por
enferma para entrar en contacto con el espíritu de una niña asesinada, con la
ayuda de su hijo, un enfermero del hospital que corta cabezas de cadáveres para
impresionar a su novia, enfermera del «laboratorio de sueño»; Bondo, un médico
patólogo que busca voluntarios para transplantes de hígados cancerosos
necesarios para sus investigaciones, y otros que configuran un extraño
bestiario y una multitud de criaturas perturbadoras.
A lo largo de la serie, estos personajes viven sus
historias secretas, pero que se entrecruzan continuamente: los problemas se
mezclan, los secretos se revelan y las respectivas ignominias se comparten. Todo
el tiempo se los ve en los corredores laberínticos del hospital: furtivos, evasivos,
cada uno desarrollando su propia trama, a veces revelando inadvertidamente las
tramas ajenas y percibiendo que su propia historia está siendo modificada por
la interferencia de los otros. Un conjunto innumerable de historias oscuras se insinúan,
se borran, al mismo tiempo que se entrecruzan y se contaminan mutuamente. Por
alguna razón misteriosa, los únicos que saben todo lo que pasa entre los muy
sospechosos bastidores de la institución son dos jóvenes con síndrome de Down que
trabajan como lavaplatos en la cocina del hospital. Aparecen reiteradamente a
lo largo de la serie, comentando todo lo que sucede e inclusive anticipando lo
que va a suceder, como una especie de oráculo de tragedia griega. Casi al final
de la primera parte, el ministro de salud visita el departamento de neurocirugía
del hospital para premiar su «programa innovador» y allí encuentra, al mismo tiempo,
a Madame Drusse, su hijo y el Dr. Hook
realizando el exorcismo de la niña asesinada, al director del hospital operando
al propio Dr. Bondo (por falta de voluntarios) para realizar un transplante de
hígado canceroso, al estudiante Mogge y a una enfermera haciendo el amor en el «laboratorio
de sueños» y a la médica practicando el aborto del feto monstruoso. Es como si
en este momento privilegiado del final de la primera parte de la serie todas
las historias paralelas convergieran en un mismo punto, pero sin lograr una
síntesis de todas las situaciones híbridas.
El resultado de todo esto podría haber sido un buen
espectáculo de grand-guignol. Pero el
estilo resueltamente subversivo con respecto a las convenciones narrativas del
cine y de la televisión está, al mismo tiempo, dando pruebas de que la
perturbación es mucho más profunda y visceral que en cualquier otro drama de
horror. La serie desconcierta no
solamente por su galería de bestias y su repertorio de pesadillas, sino
principalmente porque todo esto se presenta de un modo no convencional, mediante
tecnologías primitivas de transferencia de fílmico a video (lo que granula la
imagen y hace que los colores contrasten), técnicas de reportaje y cinéma-verité (cámara en mano, inestable
y temblorosa) y una total falta de consideración por las reglas de continuidad
o por las demás estrategias de edición.
Naturalmente, estas tres modalidades de narrativa seriada
nunca ocurren, en la práctica, de una forma «pura»; existe una contaminación y
una asimilación de unas por otras en grados variables, de manera que cada
programa singular, si no es estereotipado, acaba por favorecer la aparición de una
estructura nueva y única. La riqueza de la serialización televisiva reside, por
lo tanto, en hacer de los procesos de fragmentación y confusión de la
narrativa, una búsqueda de modelos de organización que sean no solo más
complejos, sino también menos previsibles y más abiertos al papel ordenador del
azar.
Edición: Guillermo Kaufman
Referencias
- Palliottini Renata (1998). Dramaturgia de televisão, San
Pablo, Moderna. Pp.31.40
- Balogh Anna Maria (1996). Conjunções, disjunções, transmutações:
da literarura ao cinema e à TV, San Pablo, Annablume, p. 152
- Vilches
Lorenzo (1984). “Play It Again, Sam”,
Analisi nº 9, pp.57-70
- Balogh Anna Maria (1990). «Televisão:
serialidade, para-serialidade e repetição», en “Face”, v.3, nº 1, p. 112
- Lotman Yuri (1978). A estrutura do
texto artístico, Lisboa, Estampa, pp.187-235
- Eco, Umberto (2004). Apocalípticos e integrados. Ed.
Lumen, Buenos Aires, 2004, Trad. de Andrés Boglar. Edición utilizada por
Julio Encina para esta taducción.
- Calabrese, Omar (1987). La era neobarroca, Madrid, Cátedra, p.44
- Ibid, pp.56-57.
- Sconce
Jeffrey, (1997), «The Outer Limits
of Oblivion», en Spiegel & M. Curtin (orgs.), The Revolution Wasn´t Televised Nueva York, Routledge, pp.21-45.
- Calabrese Omar, op. cit., pp. 55-56
- Ibid. P.56
Grande
sertão: veredas: novela publicada en 1956 por João Guimarães Rosa, escrita
en un registro que es a la vez arcaico y coloquial y con una gramática sui generis. Es la historia de
Riobaldo, un ex jagunço, contada por él mismo a un oyente anónimo. Durante sus
andanzas por el sertão, Riobaldo conoce a Diadorim, un joven y agradable
jagunço con el que comienza una relación sutil y homoerótica.
La obra está considerada una de las novelas más importantes de la
literatura sudamericana. (n. del t.)